31 oct 2010

7. La ingratitud del jean


Por fin había llegado el día: mi primera cita con Juan Ignacio, el doctor que conocí en el hospital cuando suturó mi dedo herido. Desde ese momento, seguimos conectados a través del teléfono y de mails, pero esa noche él pasaría a buscarme por la puerta de casa para ir a cenar. Y yo, desde la tarde, comencé el operativo: embellecimiento. No podía presentarme así nomás al primer encuentro. Ojo, tampoco era cuestión de ponerme todos los brillos el primer día. Debía parecer casualmente hermosa.

Busqué en mi placard: rápidamente encontré los zapatos y la camisa ideales para la ocasión. El problema fue la parte de abajo: un pantalón de vestir era demasiado formal, una pollera dejaba al descubierto las macetas que tengo por tobillos... En cambio, un jean daría el toque casual que estaba buscando... Hubiese sido genial tener uno que me quedara bien.

Indignada con el espejo, que me reflejaba espantosa en todas las versiones vaqueras que poseía, me desesperé y fui a comprar un pantalón nuevo. Ya no tenía mucho tiempo así que salí casi lista: peinada, perfumada, maquillada, vestida con la blusa y los zapatos soñados, pero con el jogging que uso para dormir...

Y, para variar, Mala Suerte fue conmigo ¿Era mucho pedir encontrar algo que me gustara, me quedara bien y a un precio razonable? Digo que después de invertir una suma considerable en un jean -convengamos que, aunque no sea de una marca reconocida, es una prenda cara- lo mínimo que podría hacer el ingrato es calzar bien...

Pasaban las horas y yo seguía la búsqueda con Mala Suerte colgada de mi cuello como collar de adoquines: no encontraba nada que luciera mis atributos y sujetara mis redondeces.

Entré a un local y probé con un pantalón bien amplio: parecía la carpa del circo Rodas, pero -tentada por la comodidad- estuve a punto de llevarlo. Aunque después me visualicé sentada en el restaurante: dejando a la vista de los comensales la continuación de mi espalda a causa del talle grande y lo descarté inmediatamente.

Probé uno tiro bajo ¡Qué horror! Contuve la respiración, metí la panza hasta casi asfixiarme y el maldito cerró. Aunque cinco segundos más tarde, los rollos laterales -esos que crecen donde debería haber una curva angulosa- saltaron por encima del jean dándome la apariencia de poseer un flotador incorporado.

Miré un modelo nuevo de tiro altísimo, que supuestamente estilizaría mi figura. Pero era tan angosto que sólo me hubiera entrado a los diez años... El gen de la cintura lo perdí antes de la pubertad....

Ingresé casi desahuciada al último local que me quedaba por revisar, busqué a la vendedora y le conté mi situación al borde de las lágrimas. Que hacía meses esperaba esta cita, que el restaurante reservado era uno de los más exclusivos de Viedma, que el muchacho en cuestión era un médico muy buen mozo.... Y ella entendió: “Te aseguro que vamos a encontrar el jean para vos”, dijo.

Primero verificó mi talle y luego emprendimos la travesía en el probador: trajo todos los modelos que había en el lugar. Algunos me gustaban más que otros, pero no estaba en condiciones de elegir... Debía encontrar uno que me quedara -al menos- decente.

Mientras me ponía unos pantalones y descartaba otros, una clienta ingresó al local y quiso probarse un vestido minúsculo. A mí no me hubiera entrado ni recién nacida... Hermoso cuerpo y fea persona: una combinación temible. Al parecer, se cansó de esperar que liberara el probador y dijo entre dientes: “Milagros no va a hacer un pantalón. Es lo que hay”.

“¿Pero quién le dio vela en este entierro?” Hubiera dicho mi abuela Meche. En los posteriores tres segundos, pensé a la velocidad de la luz: si saltaba semidesnuda sobre su magro cuerpo, si le gritaba uno de esos insultos que solía escuchar por las calles de Buenos Aires entre taxistas y colectiveros, o si le daba rienda suelta al llanto que estaba conteniendo.

Estaba a punto de soltar el lagrimón cuando la vendedora -bien podría pasar a mi lista de amigas- acompañó a la maléfica clienta hacia el baño del negocio para que se probara allí su vestido y la sacó de mi campo visual y auditivo.

Pilar, la empleada, volvió enseguida con un nuevo pantalón.

-Probate éste- dijo con tono firme y seguro.
-Es elastizado, me va a quedar mal...
-Haceme caso que yo soy una profesional de la indumentaria femenina. Te va a quedar bárbaro porque si bien es elastizado, no es diminuto.

Estiré la mano y agarré mi última esperanza azul marino mientras soplaba para arriba tratando de secar las lágrimas que querían escaparse de mis ojos. El modelo no era extremadamente alto ni exageradamente bajo ¡Por fin un diseñador entendió que los extremos no son buenos!

El ojo clínico de Pilar estuvo acertado: el pantalón ajustó las partes de mi cuerpo que necesitaban firmeza sin comprimir los lugares que precisaban un poco de holgura.

Había encontrado por fin el atuendo completo. Pero había sufrido la ingratitud de todos los jeans probados y mi peinado representaba a viva imagen el calvario. Pilar, que a esa altura ya era una amiga, se ofreció para retocarme el rodete y hasta planchó mi flequillo. No sé de dónde sacó la planchita ni le pregunté.

Salí del lugar prometiendo volver para contarle a Pili -ya la llamaba con su diminutivo- los detalles de mi primera cita. A la salida trastabille con la puerta, pero no caí y eso sólo podía ser un buen augurio.

Llegué a casa con un buen presentimiento. Entré, me miré al espejo y por fin me devolvió una imagen agradable. Respiré profundo y sonó una bocina en la calle. Era él. Miré de nuevo mi reflejo: era yo a punto de dejar a Mala Suerte en casa... Al menos por una noche...

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