31 oct 2010

7. La ingratitud del jean


Por fin había llegado el día: mi primera cita con Juan Ignacio, el doctor que conocí en el hospital cuando suturó mi dedo herido. Desde ese momento, seguimos conectados a través del teléfono y de mails, pero esa noche él pasaría a buscarme por la puerta de casa para ir a cenar. Y yo, desde la tarde, comencé el operativo: embellecimiento. No podía presentarme así nomás al primer encuentro. Ojo, tampoco era cuestión de ponerme todos los brillos el primer día. Debía parecer casualmente hermosa.

Busqué en mi placard: rápidamente encontré los zapatos y la camisa ideales para la ocasión. El problema fue la parte de abajo: un pantalón de vestir era demasiado formal, una pollera dejaba al descubierto las macetas que tengo por tobillos... En cambio, un jean daría el toque casual que estaba buscando... Hubiese sido genial tener uno que me quedara bien.

Indignada con el espejo, que me reflejaba espantosa en todas las versiones vaqueras que poseía, me desesperé y fui a comprar un pantalón nuevo. Ya no tenía mucho tiempo así que salí casi lista: peinada, perfumada, maquillada, vestida con la blusa y los zapatos soñados, pero con el jogging que uso para dormir...

Y, para variar, Mala Suerte fue conmigo ¿Era mucho pedir encontrar algo que me gustara, me quedara bien y a un precio razonable? Digo que después de invertir una suma considerable en un jean -convengamos que, aunque no sea de una marca reconocida, es una prenda cara- lo mínimo que podría hacer el ingrato es calzar bien...

Pasaban las horas y yo seguía la búsqueda con Mala Suerte colgada de mi cuello como collar de adoquines: no encontraba nada que luciera mis atributos y sujetara mis redondeces.

Entré a un local y probé con un pantalón bien amplio: parecía la carpa del circo Rodas, pero -tentada por la comodidad- estuve a punto de llevarlo. Aunque después me visualicé sentada en el restaurante: dejando a la vista de los comensales la continuación de mi espalda a causa del talle grande y lo descarté inmediatamente.

Probé uno tiro bajo ¡Qué horror! Contuve la respiración, metí la panza hasta casi asfixiarme y el maldito cerró. Aunque cinco segundos más tarde, los rollos laterales -esos que crecen donde debería haber una curva angulosa- saltaron por encima del jean dándome la apariencia de poseer un flotador incorporado.

Miré un modelo nuevo de tiro altísimo, que supuestamente estilizaría mi figura. Pero era tan angosto que sólo me hubiera entrado a los diez años... El gen de la cintura lo perdí antes de la pubertad....

Ingresé casi desahuciada al último local que me quedaba por revisar, busqué a la vendedora y le conté mi situación al borde de las lágrimas. Que hacía meses esperaba esta cita, que el restaurante reservado era uno de los más exclusivos de Viedma, que el muchacho en cuestión era un médico muy buen mozo.... Y ella entendió: “Te aseguro que vamos a encontrar el jean para vos”, dijo.

Primero verificó mi talle y luego emprendimos la travesía en el probador: trajo todos los modelos que había en el lugar. Algunos me gustaban más que otros, pero no estaba en condiciones de elegir... Debía encontrar uno que me quedara -al menos- decente.

Mientras me ponía unos pantalones y descartaba otros, una clienta ingresó al local y quiso probarse un vestido minúsculo. A mí no me hubiera entrado ni recién nacida... Hermoso cuerpo y fea persona: una combinación temible. Al parecer, se cansó de esperar que liberara el probador y dijo entre dientes: “Milagros no va a hacer un pantalón. Es lo que hay”.

“¿Pero quién le dio vela en este entierro?” Hubiera dicho mi abuela Meche. En los posteriores tres segundos, pensé a la velocidad de la luz: si saltaba semidesnuda sobre su magro cuerpo, si le gritaba uno de esos insultos que solía escuchar por las calles de Buenos Aires entre taxistas y colectiveros, o si le daba rienda suelta al llanto que estaba conteniendo.

Estaba a punto de soltar el lagrimón cuando la vendedora -bien podría pasar a mi lista de amigas- acompañó a la maléfica clienta hacia el baño del negocio para que se probara allí su vestido y la sacó de mi campo visual y auditivo.

Pilar, la empleada, volvió enseguida con un nuevo pantalón.

-Probate éste- dijo con tono firme y seguro.
-Es elastizado, me va a quedar mal...
-Haceme caso que yo soy una profesional de la indumentaria femenina. Te va a quedar bárbaro porque si bien es elastizado, no es diminuto.

Estiré la mano y agarré mi última esperanza azul marino mientras soplaba para arriba tratando de secar las lágrimas que querían escaparse de mis ojos. El modelo no era extremadamente alto ni exageradamente bajo ¡Por fin un diseñador entendió que los extremos no son buenos!

El ojo clínico de Pilar estuvo acertado: el pantalón ajustó las partes de mi cuerpo que necesitaban firmeza sin comprimir los lugares que precisaban un poco de holgura.

Había encontrado por fin el atuendo completo. Pero había sufrido la ingratitud de todos los jeans probados y mi peinado representaba a viva imagen el calvario. Pilar, que a esa altura ya era una amiga, se ofreció para retocarme el rodete y hasta planchó mi flequillo. No sé de dónde sacó la planchita ni le pregunté.

Salí del lugar prometiendo volver para contarle a Pili -ya la llamaba con su diminutivo- los detalles de mi primera cita. A la salida trastabille con la puerta, pero no caí y eso sólo podía ser un buen augurio.

Llegué a casa con un buen presentimiento. Entré, me miré al espejo y por fin me devolvió una imagen agradable. Respiré profundo y sonó una bocina en la calle. Era él. Miré de nuevo mi reflejo: era yo a punto de dejar a Mala Suerte en casa... Al menos por una noche...

16 ago 2010

6. Ni comprometida, ni casada, ni siquiera divorciada...

6.
Conocí al doctor Juan Ignacio el día de los enamorados, cuando llegué a su sanatorio en busca de manos que supieran suturar un dedo herido. De pronto apareció él, vestido con un ambo celeste que resaltaba su piel bronceada... Fue un flechazo directo a mi corazón.
Por cuestiones de la vida o por casualidad -tal vez Mala Suerte no estaba conmigo ese día- nos volvimos a encontrar y compartimos un café. Hubiese disfrutado de la charla si no hubiera recordado cada tres minutos cuán despeinada estaba. Finalmente intercambiamos mails y teléfonos.

Seguimos en contacto desde ese momento... Aunque virtualmente, porque él viajó fuera de provincia días más tarde debido a su trabajo. Tenemos pendiente un encuentro real, que espero se concrete pronto. Mientras me contento con recibir sus llamadas y mensajes porque eso de chatear no es para mí.

Mi corazón se acelera cada vez que recibo noticias suyas. Y a pesar de saber que está lejos: combino mi ropa antes de salir a la calle, procuro tener buen aliento las veinticuatro horas del día (inclusive duermo con un chicle en la boca), me perfumo y peino mi melena cada media hora, corrijo mi postura cada vez que advierto que estoy desgarbada y me depilo el bigote estilo Cantinflas que aparece regularmente por encima de la comisura de mis labios.

Pero por sobre todas las cosas: estoy a dieta estricta. Purgo una condena que me somete a sellar la boca y a sufrir la abstinencia de carbohidratos ¡Malditos carbohidratos! La misión balanza reducida merece un capítulo aparte porque viene con gimnasio incluido. Además, el combo se completa con un entrenador musculoso que disfruta con mi sufrimiento en la cinta: parezco un hámster corriendo sobre una rueda. Y para colmo, el lugar está lleno de chiquilinas con cuerpos esculturales y calzas adheridas a las piernas… Francamente, creo que van a lucir sus pancitas chatas y a hacernos sentir miserables a nosotras, las gorditas.

Pero sudar en la bicicleta fija al lado de una modelo que transpiraba perfume francés no fue tan grave. Lo peor fue llenar la planilla de inscripción. Para mi sorpresa, el instituto no sólo me exigió un certificado de aptitud física sino también, la revelación de información privada a través de un formulario obligatorio repleto de preguntas ridículas como el estado civil. Punto neurálgico en mi vida pasada, presente y futura.

Suelo presentarme como Juana, treintañera, divorciada. Pero no es verdad. Lo digo para evitar una historia de mala suerte... O para eludir las memorias amargas del acontecimiento que me devolvió la soltería.

En verdad, soy soltera, pero no miento cuando digo que alguna vez me casé… Y no enviudé… Aunque confieso que eso podría haber sucedido porque una furia asesina se apoderó de mí en aquella época... Por suerte, la controlé.

Es que hace tiempo estuve de novia, comprometida más tarde y casada después. Hubo firmas en el registro civil con una andanada de arroz a la salida. Hubo iglesia con caminata hacia el altar al son del Ave María. Hubo fiesta con vals, carioca, ramo y torta. Pero mi matrimonio fue anulado.

Al retorno de la luna de miel, una mujer se presentó en mi casa al grito de: “Sacrilegio”. “Bigamia”. También lanzó unos cuantos insultos y una única verdad: mi cónyuge se había casado primero con ella en Perú.

Conclusión: mi matrimonio nunca existió. Para coronarme como la reina de la desgracia, el fotógrafo me entregó el álbum que inmortalizaba el ilegítimo acontecimiento el mismo día que declararon nulo el casamiento.

En fin, digo divorciada cada vez que preguntan por mi estado civil sólo para evitar recuerdos dolorosos... Aunque -pensándolo bien- hace tiempo que ya no duelen tanto. Escuché alguna vez que: “Tragedia + tiempo = comedia”. Me gusta esa moción y empecé a tenerla en cuenta en el mismo momento de llenar el maldito formulario del gimnasio. Completé: “Estado Civil: ni comprometida, ni casada, ni siquiera divorciada”.

Entregué los papeles y me dediqué al ejercicio sin pensar en vivencias pasadas. Después de todo, estaba más interesada en las vivencias futuras con el doctor Juan Ignacio...



12 ago 2010

5. ¡Y mi mamá también!

Desperté sofocada por un calor desubicado para el mes de marzo. “Este clima está más loco que toda mi familia junta”, pensé. Intenté despabilarme bajo la ducha, pero mis párpados hacían un esfuerzo desesperado por volver a cerrarse. Permanecí en trance dentro de la bañera mientras el agua pegaba sin descanso contra mi nuca... Todo era paz... Hasta que sonó el timbre: alguien lo tocaba sin interrupciones como si estuviese siendo perseguido por un loco con una motosierra en la mano y mi casa fuera el único refugio en kilómetros a la redonda.
Cerré las canillas, me puse la bata y envolví mi cabeza con una toalla mientras el timbre seguía insistente… Incansable… Salí corriendo del baño hacia la puerta de entrada, pero Mala Suerte también se había levantado temprano: interpuso una silla en mi camino y el dedo chiquito de mi pie derecho se topó con la pata... Odio cuando eso pasa… Y me pasa seguido.

Me agaché y froté mi pie maltrecho mientras el sonido seguía ensordeciéndome:
-¡Ya va, mamá! ¡Esperá que tropecé con una silla!
-¿Cómo supiste? ¿Acaso la tía Marita te contó sobre mi viaje?-gritó mamá del otro lado de la puerta perturbando con sus alaridos la tranquilidad de mis vecinos.
-¡No, mamá! Pero sos la única persona que puede sostener de esa manera el dedo en timbre ¿Es que nunca te vas a sacar esa costumbre?
-¿Estás bien, Juana? ¿Te lastimaste?-continuó vociferando desde afuera.
-Sólo fue un golpecito, mamá-dije mientras abrí la puerta y la vi con su valija y su enorme capelina.
-¡Tengo un notición!-ese fue su saludo.
-Antes del notición te pido por favor que entres porque vas a despertar a todos mis vecinos ¡Me van a hacer una denuncia por ruidos molestos! Pasá y decime a qué debo tu visita sin previo aviso.
-¿No te alegra verme? Recorro cinco mil kilómetros para ver a mi hija y a ella le desagrada mi visita sin previo aviso...
-No, mamá... Viedma no queda a cinco mil kilómetros de Buenos Aires... Sólo un poco más de 900.
-¡Cómo te gusta corregir a tu madre! Igual, no te preocupes, no me instalaré por mucho tiempo... Estaré aquí unos días y después me encontraré con el grupo de jubilados en Cipolletti.
-¿Y desde cuándo estás en un grupo de jubilados?
-Menos pregunta Dios y perdona-murmuró uno de sus dichos mientras buscó sus chancletas en el equipaje y desparramó en el piso el resto de las cosas que no precisaba por el momento.

Comencé a preparar el mate y a tostar las últimas rebanadas de pan integral que quedaban en la alacena mientras miraba a mi mamá... Estaba radiante...
-Te veo diferente, estás rejuvenecida-dije.
-Estoy de vacaciones Juana... Debe ser eso...
-No. Es otra cosa ¿Tenés algo para contarme?
-Sólo que me compré un perrito... Es un amor... Tiene una...
-¿Dónde lo dejaste, mamá? ¿No habrá quedado solo en tu casa?
-Que fea imagen tenés de mí... Lo dejé en una guardería canina... Es como mandarlo a la colonia de perros ¡Quedó chocho!
-¿Estás segura? Yo odiaba la colonia.
-No, Juana. Adorabas la colonia.
-Me acuerdo perfecto, mamá... Aborrecí cada uno de mis días en ese lugar. Sobre todo el año que me compraste la malla enteriza, blanca con corazones rojos... El estampado se estiraba con el anchor de mi cuerpo y los corazones se transformaban en esferas ¡Un nene me bautizó vaca de San Antonio! ¡Y todos me llamaron así ese maldito verano! ¡Incluso los profesores!
-La culpa no es del chancho sino tuya porque le diste la oportunidad...
-El único chancho era yo, mamá. Primero: odio que hables con frases hechas que encima repetís mal. Segundo: tenían razón, parecía una enorme vaca de San Antonio...
-Bueno, a lo mejor me confundo y no te gustaba tanto la colonia... Pero quedate tranquila que a Manuel le encanta la guardería canina.
-¿Manuel?
-Al cachorro lo llamo Manuel.
-¿Le pusiste el nombre de mi ex novio?
-No te preocupes... Ninguno de los dos se va a enterar... ¿Tenés papas y harina?
-Sí.
-Esta noche te espero con un platito de ñoquis... Y sacate esa toalla de la cabeza: se te va a secar el pelo y no lo vas a poder desenredar ¿No es hora de arreglarte para ir a trabajar?
-No empieces a organizarme el día, mamá... Aunque la idea de los ñoquis es buena...
-Tengo una noticia bomba y no me dejás contártela -reprochó mientras cruzó las piernas y se corrió el pelo platinado de la cara.
-No importa, mamá. Seguro es otro casamiento; no pienso asistir-dije y saqué un peine del bolsillo de mi bata para peinar con poco éxito mi cabellera.
-No, no-señaló mamá con una sonrisa y su actitud de periodista de chimentos-, es tu prima Claudia... El marido la abandonó.
-¿Será por eso que no asistieron a la cena de fin de año?
-Dijeron que estaban de viaje, pero la verdad es que la cosa ya iba mal...
-¡Ingratos! ¡Todavía estoy pagando el regalo de bodas!-me lamenté.
-Ingrato él que la dejó por una compañera de yoga… Parece que ya salían desde antes del casamiento.
-¿El marido de Claudia hacía yoga?… Bueno, eso no me importa. Me duelen las dos cuotas que todavía me quedan por pagar.
-No seas tacaña...
-Eso y el papelón que hice en boda a la hora del ramo: era la soltera más vieja.
-Tu edad no fue el papelón... Sino que tironearas del ramillete junto con aquella chiquilina de quince años ¿La tiraste al piso o se cayó?
-Se cayó. Además, ella ya había sacado el anillo de la torta... ¿Acaso la gente ya no se casa para toda la vida? Me pregunto si estaré buscando un esposo o un futuro ex marido...
-Juana, no digas eso... Además si no tenés novio, difícil va a ser...
-Basta mamá, no necesito tu cuota de desánimo a esta hora de la mañana... Ponele queso crema a las tostadas que ya está el mate. Además, sólo para que lo sepas, hay un médico...
-¡Quiero conocerlo!
-Yo también. Vamos a tener nuestra primera cita formal cuando vuelva de un congreso en no sé dónde. Claro, si Mala Suerte me deja tranquila...
-Juana, no se te va a despegar nunca la mala suerte si seguís llamándola con nombre propio. Te dije mil veces...
-Bueno, basta mamá... ¿Alguna otra novedad?
-Sí. Este maquillaje disimula bien las arrugas ¿Viste? Y me puse una faja nueva que achata la panza y levanta el busto ¿Cómo me ves?
-Radiante ¿Pero a qué se debe tan repentino cambio? Te aclaraste el pelo ¿Es por el grupo de jubilados?
-Sólo decidí que era hora de empezar a cuidarme un poco más...
-No, no, hay algo más... ¡Ya sé! ¿Cómo pude ser tan ciega? ¡Estás de novia!
-No voy a hacer declaraciones-respondió mientras cambió su cara de reportera del espectáculo a su pose de celebridad de Hollywood.

Al final ¡Todo el mundo está en pareja! ¡Y mi mamá también!

4. Maldito San Valentín

El 14 de febrero me desperté temprano sin planes predeterminados ni obligaciones que cumplir. Hubiera sido placentero un domingo cualquiera, pero justo era el día de los enamorados y yo sabía de antemano que no recibiría ninguna invitación a cenar, ni pasacalles con declaración de amor, ni flores con dedicatoria anónima, ni bombones con forma de corazón, ni una mísera postal vía mail.

Estoy de acuerdo con las personas que dicen que el día de San Valentín es un pretexto para aumentar las ventas de regalos ¡Pero qué lindo es recibirlos!

Estuve a punto de flaquear, sin embargo tengo bastante peso encima como para que una ventisca de desánimo me derribe. Tenía que cocinar algo rico… Una tarta de manzanas me ayudaría a despejar la mente…

Fui a la verdulería de doña Mecha: siempre me pareció caerle mal a esa señora. Debe ser porque el primer día que pisé su negocio me tropecé con una bolsa de papas y la desparramé por todo el local. Desde entonces solamente me habla para decir: “¿Qué más vas a llevar?”. Le pedí un kilo de manzanas y le pregunté si eran jugosas sólo para entablar conversación.

-Son de General Roca- respondió y con eso asumí que eran exquisitas.
-Perfecto- dije… Y me sorprendí al escuchar que continuaba hablándome.
-¿Ya te llegó el ramo de rosas?
-¿Qué ramo?
-Hace rato vi a Manuel cargando un enorme ramo de flores ¿No es tu novio? ¿Debe ser para vos por el día de los enamorados?
-Sería para mí si estuviéramos enamorados- dije y salí masticando infinidades de respuestas que una dama debe contener.

Llegué a casa con una certeza: no le caigo bien a doña Mecha y ahora va a odiarme con razón porque -entre la bronca y la angustia- no le aboné la fruta que me llevé de su negocio. Bueno... ¿El notición también lo tenía que pagar?

No sabía si estaba enojada porque Manuel -mi ex- tenía novia nueva o porque justo fui a enterarme así sin anestesia. La cuestión fue que lavé las manzanas, las pelé y me dispuse a cortarlas en pequeños trozos para intercambiar angustia por repostería. Algunos pedazos eran perfectos para la tarta; otros eran ideales para saborearlos instantáneamente. Pero, entre bocados y cortes, me rebané un dedo: un tajo más en mi lista de cortes cocineros. Sin embargo, la herida era muy grande y no paraba de sangrar... Creí necesitar sutura, entonces envolví el índice lesionado en una toalla y salí de casa.

Llegué al hospital con la presión bastante baja; sentía que mis pies se hundían más allá del piso en cada paso que daba. No necesité explicar demasiado, bastó con mostrar la herida y pronto un ambo celeste portado por un médico buen mozo llegó a socorrerme.

-Bueno, bueno, contame qué te pasó- dijo con una voz gruesa, casi de locutor…
-Me corté- contesté y me puse a llorar… Un poco por el dolor que me causaba la cortada, otro poco por la tristeza que me daba la noticia de las flores no correspondidas y otro poquito porque había olvidado peinarme antes de salir de casa. Era una espantapájaros andante.
-No llores que esto se arregla fácil... Diste con la persona indicada.
-Usted es la única persona indicada que me crucé hoy, doctor- calculé que debíamos tener la misma edad, pero no me animé a tutearlo.
-¿Con qué te cortaste?
-En lugar de tener una cita el día de los enamorados... Tuve un encuentro nefasto con un cuchillo mientras intentaba hacer una tarta de manzanas que iba a comer yo sola.
-No te preocupes, el día de los enamorados es una excusa para vender regalos-dijo.
-Sí, maldito San Valentín...

Cuando terminó la consulta, tenía mi mano izquierda vendada y la derecha ocupada con la receta de un analgésico. El sello decía: “Dr. Juan Ignacio Rodríguez. Médico”.

-Lindo nombre. Lindo título... Mala caligrafía... Bueno, algún defecto tenía que tener...
Él sonrió; yo agradecí su atención y me despedí.

Entré a la farmacia para comprar el remedio: estaba repleta de gente, la fila casi llegaba a la puerta. Yo sólo tenía un dedo cortado... Una gran incisión sí, pero no era excusa para pedir atención prioritaria. Mientras esperé mi turno, me encontré pensando en el Dr. Rodríguez y su ambo celeste que parecía hecho a medida... ¿Cupido me había flechado?

Por fin adquirí el medicamento después de entregar gran porcentaje del total de mi billetera ¡Cómo aumentan las cosas!

Salí de ahí con ganas de tomar café y con pocos deseos de volver a casa... Encima mi cafetera estaba descompuesta y me faltaba una mano en buenas condiciones para poder batir un cafecito instantáneo... Ni pensar en la tarta que iba a encontrar inconclusa en la mesada... Me metí entonces en un barcito y pedí capuchino con torta. De pronto vi el reflejo de mi peinado deplorable en un espejo y pensé en ir al baño para intentar retocarlo un poco... Pero mi pedido llegó demasiado rápido y tentador. Me limpié entonces la mano sana con alcohol en gel y dejé que la anarquía de mis pelos imperara en mi cabeza para dedicarme por completo a disfrutar del manjar.

De pronto me sentí observada: tenía una mirada fija en mi cabellera. No era para menos... Levanté la vista y ahí estaba el Dr. Rodríguez observándome con una diminuta taza de café en la mano. Creí atragantarme cuando lo vi pararse y caminar hacia mi mesa.

-No será una cita de San Valentín pero, ya que estamos en el mismo lugar, podríamos compartir el momento para no sentirnos dos bichos raros en este día- dijo y se sentó.
-Seguro- respondí tratando de disimular la sorpresa.

Hablamos un largo rato: el doctor había terminado su turno y -al igual que yo- tenía antojo de café y una cafetera descompuesta en su casa ¿Coincidencia? Hubo varias: los dos vinimos desde Buenos Aires a instalarnos solos en Viedma y a ambos nos gusta la tarta de manzanas. Así que le debo una, aunque tengo licencia hasta que cicatrice mi dedo.

San Valentín había empezado maldito, pero no terminó tan mal... Al menos quedó pendiente un encuentro y la degustación de un pastel... No falta tanto... Tengo buena cicatrización...

3. Terapia en El Cóndor


Mi buena clienta y mejor amiga, Susana, me invitó a pasar el fin de semana con ella en su casita de El Cóndor. Playa, sol y cielo inmenso uniéndose con el mar…. Un lugar soñado y propicio para levantar mi maltrecho estado de ánimo post fiestas navideñas.

El marido de Susi se encontraba fuera de la ciudad por trabajo y entonces ella pensó que dos días de sólo chicas fortalecerían mi autoestima. Al menos comencé el viaje riendo: durante los 30 kilómetros que recorrimos desde Viedma hasta El Cóndor, solté unas cuantas carcajadas. Es que íbamos escuchando mi cd de Valeria Lynch y Susi se pasó todo el trayecto desafinando los grandes éxitos.

Llegamos y nos acomodamos en dos reposeras bajo la sombra -tampoco era cuestión de rostizarnos- y nos pusimos el protector solar tal como aconsejan en la tele y las revistas. Malla, capelina, pareo y lentes de sol… Me sentí una artista de incognito en las playas del sur… Preparé el mate y Susana llamó al vendedor de churros con un silbido.

-¿Dos chicas lindas y solas por esta playa?- dijo el muchacho con su inmensa canasta atiborrada de delicias.
-Chicas, sí. Lindas, también. Y solas, por elección- le respondió Susana al vendedor sonrojado que sólo había querido ser atento.

Reímos cuando él se fue y comenzamos la terapia, así llamamos a nuestras charlas. Ella sabía que yo necesitaba hablar y me insistió para que lo hiciera. Es que sabe lo agotadoras que pueden resultar las fiestas de navidad y fin de año en casa de mamá: tengo una familia numerosa y apasionada por la oratoria... A eso se suma que la gran mayoría sólo se reúne esas dos fechas al año y entonces cada uno tiene 363 días de anécdotas para contar... Y la música festiva, siempre altísima, para que todos puedan oírla... Y las voces de todos, elevadísimas, para hacerse escuchar por encima de esa música festiva...

Al principio yo no quería aburrirla con mi historia: pertenezco a ese grupo de gente que se deprime en las fiestas. Pero ella insistió para que largara todo debido a su teoría: “Hay que sacar la angustia porque si la dejás adentro, te provoca hambre”. Y claro… Yo no quiero que algo me produzca más apetito del que ya tengo por naturaleza…

Así que comencé diciendo que adoro visitar a mi mamá, pero odio las reuniones que ella organiza porque la casa se llena de primos y tíos lejanos que pregonan sus maravillosos logros. Sus triunfos anuales, por lo general, están relacionados con ingresos a nuevos y magníficos trabajos, casamientos y nacimientos -siempre en ese orden-. Por lo tanto, yo nunca puedo dar buenas nuevas.

Susana trató de consolarme.
-No te pongas mal por eso. No se trata de ser igual a los demás para ser feliz. Vos tenés un montón de gente que te quiere tal como sos- dijo y me convidó un mate.
-¡Gracias Su!- le respondí, di el primer sorbo y me quemé la lengua: el agua estaba demasiado caliente o Mala Suerte me había seguido hasta el balneario...
-Qué tiene de malo que tus parientes se casen o se reproduzcan o trabajen en buenos lugares.
-Nada de malo… Sólo que mi tía Marita me lo refriega en la cara. Ella ya tiene ubicadas a mis tres primas segundas con enormes alianzas de oro y constantemente me hace la misma pregunta: “¿Y vos, nena, cuándo vas a traer un novio?”. Y su hija Clarita, es la peor, siempre llamando la atención con su panza o su recién nacido.
-¿Cómo panza o recién nacido?- preguntó Susana asomando los ojos por arriba de sus lentes de sol.
-Clarita está casada con un médico cirujano y ya tienen cuatro hijos. Llega siempre a la cena anual embarazada o con un nuevo bebé rubio, de ojos celestes, hermoso, como salido de una publicidad de shampoo para niños.
-Eso no tiene nada de malo, Juana. Hay personas que quieren familias numerosas. Evidentemente Clarita es una de ellas…
-Por supuesto, eso no tiene nada de malo… Sólo me molestan sus comentarios y su voz aguda: “¿Para cuándo los hijos, Juana? Mirá que tu reloj biológico ya empezó a sonar”.
-Ah no, ya la agarraría yo a esa Clarita… ¿Y vos qué le respondés?
-La miro con mi cara de asesina serial y le digo: “Todavía no lo decido”.
-¡Buena respuesta!- exclamó Susana dando una mordida furiosa al primer churro -¿No podés simplemente evitarlas?
-Eso intento… Las evado todo lo que puedo, pero hay encuentros inevitables, por ejemplo…
-A la hora de intercambiar regalos…
-Exactamente… Encima mi tía Marita insiste en regalarme siempre unas diminutas remeras que no me entran ni en un brazo y en el mismo momento que abro el paquete, aprovecha para decirme: “¿Aumentaste de peso, nena?”.
-¡Una arpía esa Marita! Pero algo bueno debe haber en esas fiestas…
-Claro que sí. Mi mamá me consiente durante toda mi estadía en Buenos Aires y prepara los tomates rellenos que tanto me gustan. El tío Roque hace el lechón a la parrilla y, por tanto calor, empieza de temprano con el vermut: para cuando llega la noche ya está bastante desinhibido y acepta encantado hacer esa imitación de Sandro que todos le pedimos. También está Luca, mi ahijadito: se prende de mi cuello apenas me ve, aprieta con sus manitos mis mejillas regordetas y me dice: “Te quiero maína”.
-Concentrate entonces en aquellos que valen la pena. Quizás no tengas marido, ni hijos y no midas 90-60-90, pero sos una excelente persona y los que tenemos la suerte de ser tus amigos, somos muy afortunados.

La terapia me animó bastante, me dieron ganas de meterme en el mar y convencí a Susana para que nos diéramos una zambullida: dejamos pareos, sombreros y anteojos en las reposeras y entramos corriendo al agua… La malla sin breteles que tenía puesta era linda porque permitía un bronceado sin marcas, pero me di cuenta que no era práctica para saltar las olas patagónicas: la perdí con el primer chapuzón. Por fortuna, Susana fue una excelente nadadora en su juventud y alcanzó el traje de baño antes de que la corriente se lo llevara mar adentro… Lástima que los años le quitaron velocidad a sus brazadas y se demoró un poco en alcanzármelo. Lo suficiente como para que el vendedor de churros advirtiera el bochorno y nos devolviera la risa burlona... Mala Suerte…

2. Diferencias ideológicas y generacionales

Unas románticas vacaciones en El Bolsón afianzaron la relación con Manuel, mi novio. Durante los meses posteriores, él aprendió a cocinar conmigo y yo aprendí a pescar con él. Compartimos tiempo al aire libre y también en casa viendo tele, leyendo o jugando generala. Nos divertíamos juntos, pero dormíamos en casas separadas.

Entonces, una tarde se me ocurrió que quizás era el momento de formalizar… Pero él opinó exactamente lo contrario y discutimos un largo rato por diferencias ideológicas referidas al casamiento. Después, se fue enojado y yo tuve una noche penosa: liquidé el helado que tenía en la heladera y miré películas tristes para derramar con una buena excusa todo el stock de mis lágrimas.

La mañana siguiente comenzó muy temprano: tenía jornada de cobranza en Viedma. Desperté con ganas de seguir durmiendo, pero me levanté y puse la pava al fuego. Deliberé si botas o zapatos: era una de esos días de primavera dominado por el coletazo de un invierno que se negaba a abandonar la ciudad. Preparé el mate y tomé el primero. Me despegué los ojos frente al espejo y lavé mis dientes. Ensayé un peinado alto y después me solté el pelo. Me gustó el recogido, pero no me animé a salir así a la calle. A veces necesito que alguien me diga: “Eso te queda bien” o “Eso es un desastre, sácatelo”. Por ahora las paredes no me responden…Y mi gata no contesta más que un desganado maullido: aún no descifro si un miau es sí y dos, no. O viceversa.

Tomé el segundo mate con los labios ya pintados y el sabor de la yerba se entremezcló con el gusto frambuesa del rush. Entonces dejé todo sobre la mesada y salí a buscar a Toto, mi auto. Lo llamo así porque es verde y resiste viejo igual que Toto, el loro que tuvo mi abuela por más treinta años. Ya en la vereda empecé a tiritar: “Cuando se irá este frío”, pensé. Subí al coche y prendí la calefacción, pero no anduvo.
-Buen día Mala Suerte -dije blanqueando los ojos-. Temprano das muestras de tu presencia.

Mi trabajo era más placentero desde que estaba en Río Negro. A pesar de ser una ciudad grande, en Viedma había hecho buenas migas con los clientes. Tal vez demasiado...

Llegué primero al negocio de don Raulo. Estaba cebando mate; acepté unos cuantos para calentarme un poco el cuerpo.

-Estás helada querida- dijo con tono paternal.
-Es mi auto don Raulo, no anda la calefacción.

Seguí el recorrido hasta el local de Susana, mi buena clienta y mejor amiga. Fue una de las primeras en ofrecerme su amistad cuando llegué a Viedma con Mala Suerte colgada como un collar de adoquines. Con Susi tenemos una rutina: ella prepara café con leche; yo llevo tres medias lunas para ella y una bolita de fraile para mí. Susi puede comer cuanto quiera porque ya tiene marido. Yo todavía ando en la lucha: Manuel me dejó claro qué piensa acerca del casamiento, hasta me dijo que le molesta que silbe: “tan tan tatán... tan tan tatán...” cuando cocino.

El problema surgió con mi tercera cobranza en el negocio de Federico. Si dijera que es un nene, exageraría. Pero sí es unos cuantos años menor que yo. Siempre charlamos de música y de Buenos Aires. Le cuento cómo es la vida allá, le hablo sobre los teatros, cines, bares… Cosas por el estilo. A mí me encanta su melena atestada de rulitos minúsculos, pero nada más. Lo mío sólo es cariño fraternal.

Ese día terminamos de charlar y nos metimos en los negocios. Me pagó con 500 pesos y le tuve que dar 18 de vuelto. Extendió las manos: con una recibió sus billetes; con la otra acarició la punta de mis dedos.

-Te invito a tomar un café el sábado a la noche- dijo lanzándome su mirada verde claro.
-Por supuesto que no. Hay una gran diferencia de edad entre nosotros- respondí con la cara ardiendo de vergüenza y me fui sin saludarlo.

Ya había afirmado yo que si algo malo podía pasar, seguro me tocaba a mí... Lo único que faltaba... Pasé años con depresión y sin candidatos a la vista. Ahora por fin consigo un novio algo mayor que yo -lo ideal diría mamá- pero no quiere casarse ni convivir ni nada. Y para rematar, un muchachito apenas salido de la adolescencia me invita a salir. Diferencias ideológicas y generacionales están rigiendo mi vida… Si esta no es obra de Mala Suerte, por favor que alguien me diga qué es...

Terminé el recorrido tarde, pero eso no importó porque no tenía un plan interesante para hacer en casa. Sólo ver una película triste y comer atún así nomás de la lata para evitar lavar el plato después. Esperé un llamado de Manuel, pero nada, no recibí si quiera un mensaje de texto. “Tal vez lo espanté con todo esto del casamiento. Podés ponerte realmente muy insistente, Juana”, pensé.

Llegué al departamento y la gata se lanzó entre mis piernas exigiendo su ración de comida. Pegué un salto por no pisarla y aterricé en el suelo. Me levanté estoica, pero con un dolor tremendo en la rodilla. Me sorprendí por no derramar una sola lágrima y después recapacité: “Claro tonta, te las gastaste todas ayer”.

Fui rengueando hacia la cocina cuando me sorprendió la luz titilante de la máquina contestadora. Tenía que ser Manuel ¿Quién otro podía ser? Seguramente se había arrepentido y quizás hasta había dejado grabada la gran propuesta en el contestador… No pude saberlo... Esos aparatos se ponen complicados cuando una está nerviosa: toqué el botón incorrecto y borré el mensaje en lugar de escucharlo ¿Una mujer desesperada puede ser tan inútil? Sí, levanto la mano.

Resistí la tentación de llamarlo. Miré el teléfono un largo rato deseando que suene… Pero nada… Sólo repiqueteó en mi mente aquella canción del Paz Martínez: “Hay una lágrima sobre el teléfono…”. Y entonces recordé que era el tema de una vieja telenovela: “Arriba Juana, todas las heroínas sufren, pero su amor finalmente prospera”, me dije con ánimo de creerlo.

Y me lo creí: si este era mi verdadero amor, entonces nos reconciliaríamos en el futuro… Y aunque deseé que ese futuro fuera lo más cercano posible, no desesperé. Entendí que debía cambiar mi actitud: fui hasta el televisor y me agaché junto al reproductor de dvd para poner una comedia en lugar del drama que tenía pensado ver. Me pregunto por qué todos colocamos ese aparato tan cerca del suelo: con el movimiento sentí que mi pantalón bajó más allá de la espalda… No importa, lo bueno de paredes que no hablan, es que tampoco miran.

8 ago 2010

1. Viaje a El Bolsón: ¿Y Coquito dónde está?

Hace tiempo me encontré en una plaza de Buenos Aires inmersa en una nueva crisis existencial. Me pregunté quién era yo y respondí: Juana, treintañera, divorciada, solitaria y con alta probabilidad de morir por aburrimiento. Tan exacta definición me entristeció, pero no me derrumbó. De regreso a casa me propuse cambiar mi vida: tomé un mapa, cerré los ojos y apoyé el índice. Cuando volví a mirar, mi dedo señalaba la letra e de las palabras mar argentino. No podía establecerme en altamar así que fui a parar a Viedma, porción de tierra pegada a la e de mi atlas. Me acomodé en un departamento diminuto. Su tamaño era directamente proporcional a mi sueldo de vendedora. Sin embargo, su cálida decoración constituyó el puntapié inicial en mi proyecto de felicidad.

Para hacer una descripción exacta de mi condición, debería presentarnos… Porque en este cuerpo convivimos dos seres. Y no es que tenga un trastorno de personalidades múltiples sino que de chica se me pegó Mala Suerte. Sí, así como suena: la muy perra se ganó el nombre propio y aprendí a convivir con ella, a luchar contra ella y hasta ganarle varias batallas.

No me resultó fácil la vida con Mala Suerte adherida a mí cual rémora adosada a tiburón. Y nunca mejor elegida la comparación porque así me siento. “¿Qué somos? ¡Tiburones!” Es una frase oí alguna vez, la adopté como propia y la repetí un millón de veces. Las cosas feas que me pasaron, lejos de paralizarme, me hicieron más fuerte: me robaron una docena de veces y en una oportunidad me defendí a paraguazos hasta que se me quebró la muñeca. Perdí al menos cinco celulares y el último aún lo conservo porque le puse una tira larga y lo llevo colgado al cuello. Me olvidé una cartera con el aguinaldo adentro en el asiento de un colectivo. Dejé un discman en la mesa de un bar. Sí, un discman, la tecnología no va conmigo pero al menos avancé un paso en el escalafón tecnológico cuando deseché mi walkman con casetera. Mi perro tuvo una hernia que le presionó los intestinos y le aplastó la vejiga. Ni el veterinario podía creerlo cuando lo operó. Increíblemente sobrevivió y hoy, a sus 16 años, lo llamo Highlander. Por supuesto no responde al nuevo nombre ni al anterior tampoco porque también perdió el oído. Mi gata tuvo cáncer en la oreja, pero le sigue dando pelea a la vida; ronronea y refriega su cabecita rebanada entre mis piernas cuando me ve abrir su lata de atún.

Estos son algunos de los tantos ejemplos que tengo para enumerar cuando afirmo que si algo malo puede pasar, seguro me va a tocar a mí. Volveré sobre ellos en otra ocasión porque hoy quiero hablar sobre mi visita a El Bolsón.

Tenía lindos recuerdos de una escapada anterior y quise revivir esos momentos… Ahora con Manuel, mi nueva pareja. Le digo pareja a Manuel porque a los treinta y tantos me siento un poco grandecita para presentarlo como mi novio. Sobre todo porque él es unos años mayor que yo y ese título ya no le queda bien, aunque técnicamente ese sería el rótulo.

Convencí a mi proyecto de marido –si hago un trabajo sutil, podría hacerme la gran propuesta- de manejar los más de mil kilómetros que distancian la ciudad de Viedma con El Bolsón. Emprendimos el viaje con un sol enrojecido apenas asomando a nuestras espaldas y una infinita ruta por delante. En ese momento, tenía la certeza de ser feliz. Aunque el recorrido, demasiado extenso, no fue tan romántico como esperaba y llegamos peleados a la Comarca Andina... Resulté ser pésima copiloto: leí mal un plano y en un cruce le indiqué otro camino. Me di cuenta, pero mi orgullo me permitió advertirle el error una hora más tarde.

Cuando por fin llegamos, la imponente vista de la cordillera hizo que olvidemos la discusión. Podríamos habernos quedado en la cabaña observando el paisaje a través de la ventana, pero le hablé tanto a Manuel sobre la feria artesanal y sobre Coquito, el mítico hombrecillo duende que suele pasearse entre los puestos, que quiso conocerlo. Suelo ser repetitiva cuando estoy entusiasmada… Y realmente me ilusionaba muchísimo volver a ver a Coquito. Lo nombré al menos una vez cada diez kilómetros. Mi boca reprodujo una y otra vez: “Es genial Coquito: cuenta historias divertidísimas a cambio de unas pocas monedas y luego posa para que los turistas lo fotografíen”.

Volvimos a subir al vehículo y llegamos en pocos minutos a la feria. Estacionamos cerca de plaza Pagano: Manuel bajó del auto y corrió para abrir la puerta de mi lado. Enfatiza sus gestos caballerosos después de cada de disputa. Me sentí una reina, pero sólo por un instante. Mala Suerte se hizo presente, trastabillé y caí al suelo sin apoyar siquiera las manos. Tamaño desplome fue acompañado con un alarido de susto -el mío-. Quise levantarme pero el dolor era tan grande que mi media naranja tuvo que ayudarme. “No es nada, ya estoy bien”, respondí a la típica pregunta: ¿“Te lastimaste”? que hace la gente -él no fue la excepción- cuando alguien se golpea.

Y sí, me lastime el orgullo. Mi remera blanca sufrió un rediseño en el frente: dos enormes lamparones arriba y otro todavía más grande abajo. Busto y panza hicieron contacto directo con la tierra. Parecía una triste versión de Afrodita.

Caminé disimulando el bochorno entre los puestos, mirando sin ver nada más que mi ropa sucia y rengueando de tanto en tanto con una única frase en la mente: “Hice un papelón, estoy sucia, estoy fea, todos me miran”.

De pronto afloré del mar de la vergüenza: entendí que no podía arruinar esa nochecita de verano con mi nuevo galán. Con lo que cuesta encontrar un hombre honesto que la quiera bien a una cuando está entrada edad, kilos y manías.

Cambié mi cara ruborizada por otra sonriente y empecé a buscar a Coquito entre escultura y mermelada casera. De tanto en tanto la grabación mental volvía a reproducirse: “Hice un papelón, estoy sucia, estoy fea, todos me miran”, pero el volumen bajaba cuando compraba un mate o un gorro de lana.

De pronto me di cuenta que tenía dulce de frutilla para abastecer a todo Viedma durante un año y Coquito no aparecía por ningún lado. “¿Y Coquito dónde está? ¿Tendrá franco hoy?”, dijo Manuel. “A veces puede preguntar tonterías”, pensé… Pero dije: “Ya lo vamos a encontrar. Seguí buscando. Es diminuto, tiene un gorro frigio y un bastón con tres caras de duendes talladas”.

Inquirí a un artesano y no sabía quién demonios era Coquito. “Novato”, deliberé. Hasta que di con una mujer que me respondió sin apartar la vista de su tejido... Tal vez le urgía convertirlo sweater. Dijo algo que me pasmó: “Coquito desapareció hace unos años... Un artesano sólo encontró su bastón cerca del cerro Piltriquitron”.

¡Qué tristeza! No podía creer lo que había escuchado. Ahí se frustró mi ilusión de retratar a Coquito nuevamente. Para levantar el ánimo, Manuel me invitó a tomar un helado. Nada mejor que un cucurucho de dulce de leche para aplacar mi mal humor. Este muchacho me está conociendo cada vez más... Y se sigue quedando a mi lado...Parece que hoy le gané otra vez a Mala Suerte.