12 ago 2010

2. Diferencias ideológicas y generacionales

Unas románticas vacaciones en El Bolsón afianzaron la relación con Manuel, mi novio. Durante los meses posteriores, él aprendió a cocinar conmigo y yo aprendí a pescar con él. Compartimos tiempo al aire libre y también en casa viendo tele, leyendo o jugando generala. Nos divertíamos juntos, pero dormíamos en casas separadas.

Entonces, una tarde se me ocurrió que quizás era el momento de formalizar… Pero él opinó exactamente lo contrario y discutimos un largo rato por diferencias ideológicas referidas al casamiento. Después, se fue enojado y yo tuve una noche penosa: liquidé el helado que tenía en la heladera y miré películas tristes para derramar con una buena excusa todo el stock de mis lágrimas.

La mañana siguiente comenzó muy temprano: tenía jornada de cobranza en Viedma. Desperté con ganas de seguir durmiendo, pero me levanté y puse la pava al fuego. Deliberé si botas o zapatos: era una de esos días de primavera dominado por el coletazo de un invierno que se negaba a abandonar la ciudad. Preparé el mate y tomé el primero. Me despegué los ojos frente al espejo y lavé mis dientes. Ensayé un peinado alto y después me solté el pelo. Me gustó el recogido, pero no me animé a salir así a la calle. A veces necesito que alguien me diga: “Eso te queda bien” o “Eso es un desastre, sácatelo”. Por ahora las paredes no me responden…Y mi gata no contesta más que un desganado maullido: aún no descifro si un miau es sí y dos, no. O viceversa.

Tomé el segundo mate con los labios ya pintados y el sabor de la yerba se entremezcló con el gusto frambuesa del rush. Entonces dejé todo sobre la mesada y salí a buscar a Toto, mi auto. Lo llamo así porque es verde y resiste viejo igual que Toto, el loro que tuvo mi abuela por más treinta años. Ya en la vereda empecé a tiritar: “Cuando se irá este frío”, pensé. Subí al coche y prendí la calefacción, pero no anduvo.
-Buen día Mala Suerte -dije blanqueando los ojos-. Temprano das muestras de tu presencia.

Mi trabajo era más placentero desde que estaba en Río Negro. A pesar de ser una ciudad grande, en Viedma había hecho buenas migas con los clientes. Tal vez demasiado...

Llegué primero al negocio de don Raulo. Estaba cebando mate; acepté unos cuantos para calentarme un poco el cuerpo.

-Estás helada querida- dijo con tono paternal.
-Es mi auto don Raulo, no anda la calefacción.

Seguí el recorrido hasta el local de Susana, mi buena clienta y mejor amiga. Fue una de las primeras en ofrecerme su amistad cuando llegué a Viedma con Mala Suerte colgada como un collar de adoquines. Con Susi tenemos una rutina: ella prepara café con leche; yo llevo tres medias lunas para ella y una bolita de fraile para mí. Susi puede comer cuanto quiera porque ya tiene marido. Yo todavía ando en la lucha: Manuel me dejó claro qué piensa acerca del casamiento, hasta me dijo que le molesta que silbe: “tan tan tatán... tan tan tatán...” cuando cocino.

El problema surgió con mi tercera cobranza en el negocio de Federico. Si dijera que es un nene, exageraría. Pero sí es unos cuantos años menor que yo. Siempre charlamos de música y de Buenos Aires. Le cuento cómo es la vida allá, le hablo sobre los teatros, cines, bares… Cosas por el estilo. A mí me encanta su melena atestada de rulitos minúsculos, pero nada más. Lo mío sólo es cariño fraternal.

Ese día terminamos de charlar y nos metimos en los negocios. Me pagó con 500 pesos y le tuve que dar 18 de vuelto. Extendió las manos: con una recibió sus billetes; con la otra acarició la punta de mis dedos.

-Te invito a tomar un café el sábado a la noche- dijo lanzándome su mirada verde claro.
-Por supuesto que no. Hay una gran diferencia de edad entre nosotros- respondí con la cara ardiendo de vergüenza y me fui sin saludarlo.

Ya había afirmado yo que si algo malo podía pasar, seguro me tocaba a mí... Lo único que faltaba... Pasé años con depresión y sin candidatos a la vista. Ahora por fin consigo un novio algo mayor que yo -lo ideal diría mamá- pero no quiere casarse ni convivir ni nada. Y para rematar, un muchachito apenas salido de la adolescencia me invita a salir. Diferencias ideológicas y generacionales están rigiendo mi vida… Si esta no es obra de Mala Suerte, por favor que alguien me diga qué es...

Terminé el recorrido tarde, pero eso no importó porque no tenía un plan interesante para hacer en casa. Sólo ver una película triste y comer atún así nomás de la lata para evitar lavar el plato después. Esperé un llamado de Manuel, pero nada, no recibí si quiera un mensaje de texto. “Tal vez lo espanté con todo esto del casamiento. Podés ponerte realmente muy insistente, Juana”, pensé.

Llegué al departamento y la gata se lanzó entre mis piernas exigiendo su ración de comida. Pegué un salto por no pisarla y aterricé en el suelo. Me levanté estoica, pero con un dolor tremendo en la rodilla. Me sorprendí por no derramar una sola lágrima y después recapacité: “Claro tonta, te las gastaste todas ayer”.

Fui rengueando hacia la cocina cuando me sorprendió la luz titilante de la máquina contestadora. Tenía que ser Manuel ¿Quién otro podía ser? Seguramente se había arrepentido y quizás hasta había dejado grabada la gran propuesta en el contestador… No pude saberlo... Esos aparatos se ponen complicados cuando una está nerviosa: toqué el botón incorrecto y borré el mensaje en lugar de escucharlo ¿Una mujer desesperada puede ser tan inútil? Sí, levanto la mano.

Resistí la tentación de llamarlo. Miré el teléfono un largo rato deseando que suene… Pero nada… Sólo repiqueteó en mi mente aquella canción del Paz Martínez: “Hay una lágrima sobre el teléfono…”. Y entonces recordé que era el tema de una vieja telenovela: “Arriba Juana, todas las heroínas sufren, pero su amor finalmente prospera”, me dije con ánimo de creerlo.

Y me lo creí: si este era mi verdadero amor, entonces nos reconciliaríamos en el futuro… Y aunque deseé que ese futuro fuera lo más cercano posible, no desesperé. Entendí que debía cambiar mi actitud: fui hasta el televisor y me agaché junto al reproductor de dvd para poner una comedia en lugar del drama que tenía pensado ver. Me pregunto por qué todos colocamos ese aparato tan cerca del suelo: con el movimiento sentí que mi pantalón bajó más allá de la espalda… No importa, lo bueno de paredes que no hablan, es que tampoco miran.

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