8 ago 2010

1. Viaje a El Bolsón: ¿Y Coquito dónde está?

Hace tiempo me encontré en una plaza de Buenos Aires inmersa en una nueva crisis existencial. Me pregunté quién era yo y respondí: Juana, treintañera, divorciada, solitaria y con alta probabilidad de morir por aburrimiento. Tan exacta definición me entristeció, pero no me derrumbó. De regreso a casa me propuse cambiar mi vida: tomé un mapa, cerré los ojos y apoyé el índice. Cuando volví a mirar, mi dedo señalaba la letra e de las palabras mar argentino. No podía establecerme en altamar así que fui a parar a Viedma, porción de tierra pegada a la e de mi atlas. Me acomodé en un departamento diminuto. Su tamaño era directamente proporcional a mi sueldo de vendedora. Sin embargo, su cálida decoración constituyó el puntapié inicial en mi proyecto de felicidad.

Para hacer una descripción exacta de mi condición, debería presentarnos… Porque en este cuerpo convivimos dos seres. Y no es que tenga un trastorno de personalidades múltiples sino que de chica se me pegó Mala Suerte. Sí, así como suena: la muy perra se ganó el nombre propio y aprendí a convivir con ella, a luchar contra ella y hasta ganarle varias batallas.

No me resultó fácil la vida con Mala Suerte adherida a mí cual rémora adosada a tiburón. Y nunca mejor elegida la comparación porque así me siento. “¿Qué somos? ¡Tiburones!” Es una frase oí alguna vez, la adopté como propia y la repetí un millón de veces. Las cosas feas que me pasaron, lejos de paralizarme, me hicieron más fuerte: me robaron una docena de veces y en una oportunidad me defendí a paraguazos hasta que se me quebró la muñeca. Perdí al menos cinco celulares y el último aún lo conservo porque le puse una tira larga y lo llevo colgado al cuello. Me olvidé una cartera con el aguinaldo adentro en el asiento de un colectivo. Dejé un discman en la mesa de un bar. Sí, un discman, la tecnología no va conmigo pero al menos avancé un paso en el escalafón tecnológico cuando deseché mi walkman con casetera. Mi perro tuvo una hernia que le presionó los intestinos y le aplastó la vejiga. Ni el veterinario podía creerlo cuando lo operó. Increíblemente sobrevivió y hoy, a sus 16 años, lo llamo Highlander. Por supuesto no responde al nuevo nombre ni al anterior tampoco porque también perdió el oído. Mi gata tuvo cáncer en la oreja, pero le sigue dando pelea a la vida; ronronea y refriega su cabecita rebanada entre mis piernas cuando me ve abrir su lata de atún.

Estos son algunos de los tantos ejemplos que tengo para enumerar cuando afirmo que si algo malo puede pasar, seguro me va a tocar a mí. Volveré sobre ellos en otra ocasión porque hoy quiero hablar sobre mi visita a El Bolsón.

Tenía lindos recuerdos de una escapada anterior y quise revivir esos momentos… Ahora con Manuel, mi nueva pareja. Le digo pareja a Manuel porque a los treinta y tantos me siento un poco grandecita para presentarlo como mi novio. Sobre todo porque él es unos años mayor que yo y ese título ya no le queda bien, aunque técnicamente ese sería el rótulo.

Convencí a mi proyecto de marido –si hago un trabajo sutil, podría hacerme la gran propuesta- de manejar los más de mil kilómetros que distancian la ciudad de Viedma con El Bolsón. Emprendimos el viaje con un sol enrojecido apenas asomando a nuestras espaldas y una infinita ruta por delante. En ese momento, tenía la certeza de ser feliz. Aunque el recorrido, demasiado extenso, no fue tan romántico como esperaba y llegamos peleados a la Comarca Andina... Resulté ser pésima copiloto: leí mal un plano y en un cruce le indiqué otro camino. Me di cuenta, pero mi orgullo me permitió advertirle el error una hora más tarde.

Cuando por fin llegamos, la imponente vista de la cordillera hizo que olvidemos la discusión. Podríamos habernos quedado en la cabaña observando el paisaje a través de la ventana, pero le hablé tanto a Manuel sobre la feria artesanal y sobre Coquito, el mítico hombrecillo duende que suele pasearse entre los puestos, que quiso conocerlo. Suelo ser repetitiva cuando estoy entusiasmada… Y realmente me ilusionaba muchísimo volver a ver a Coquito. Lo nombré al menos una vez cada diez kilómetros. Mi boca reprodujo una y otra vez: “Es genial Coquito: cuenta historias divertidísimas a cambio de unas pocas monedas y luego posa para que los turistas lo fotografíen”.

Volvimos a subir al vehículo y llegamos en pocos minutos a la feria. Estacionamos cerca de plaza Pagano: Manuel bajó del auto y corrió para abrir la puerta de mi lado. Enfatiza sus gestos caballerosos después de cada de disputa. Me sentí una reina, pero sólo por un instante. Mala Suerte se hizo presente, trastabillé y caí al suelo sin apoyar siquiera las manos. Tamaño desplome fue acompañado con un alarido de susto -el mío-. Quise levantarme pero el dolor era tan grande que mi media naranja tuvo que ayudarme. “No es nada, ya estoy bien”, respondí a la típica pregunta: ¿“Te lastimaste”? que hace la gente -él no fue la excepción- cuando alguien se golpea.

Y sí, me lastime el orgullo. Mi remera blanca sufrió un rediseño en el frente: dos enormes lamparones arriba y otro todavía más grande abajo. Busto y panza hicieron contacto directo con la tierra. Parecía una triste versión de Afrodita.

Caminé disimulando el bochorno entre los puestos, mirando sin ver nada más que mi ropa sucia y rengueando de tanto en tanto con una única frase en la mente: “Hice un papelón, estoy sucia, estoy fea, todos me miran”.

De pronto afloré del mar de la vergüenza: entendí que no podía arruinar esa nochecita de verano con mi nuevo galán. Con lo que cuesta encontrar un hombre honesto que la quiera bien a una cuando está entrada edad, kilos y manías.

Cambié mi cara ruborizada por otra sonriente y empecé a buscar a Coquito entre escultura y mermelada casera. De tanto en tanto la grabación mental volvía a reproducirse: “Hice un papelón, estoy sucia, estoy fea, todos me miran”, pero el volumen bajaba cuando compraba un mate o un gorro de lana.

De pronto me di cuenta que tenía dulce de frutilla para abastecer a todo Viedma durante un año y Coquito no aparecía por ningún lado. “¿Y Coquito dónde está? ¿Tendrá franco hoy?”, dijo Manuel. “A veces puede preguntar tonterías”, pensé… Pero dije: “Ya lo vamos a encontrar. Seguí buscando. Es diminuto, tiene un gorro frigio y un bastón con tres caras de duendes talladas”.

Inquirí a un artesano y no sabía quién demonios era Coquito. “Novato”, deliberé. Hasta que di con una mujer que me respondió sin apartar la vista de su tejido... Tal vez le urgía convertirlo sweater. Dijo algo que me pasmó: “Coquito desapareció hace unos años... Un artesano sólo encontró su bastón cerca del cerro Piltriquitron”.

¡Qué tristeza! No podía creer lo que había escuchado. Ahí se frustró mi ilusión de retratar a Coquito nuevamente. Para levantar el ánimo, Manuel me invitó a tomar un helado. Nada mejor que un cucurucho de dulce de leche para aplacar mi mal humor. Este muchacho me está conociendo cada vez más... Y se sigue quedando a mi lado...Parece que hoy le gané otra vez a Mala Suerte.

1 comentario: